lunes, 6 de febrero de 2017

Conmoción en las fiestas de la Virgen del Horcajo

UN INDIVIDUO TECLEA EN UN PIANO A LO TONTO, PARA DISTRAERSE, Y LE SALE LA SERENATA PARA CUERDA EN DO MAYOR, OPUS 38, DE RACHMANINOV

Hasta la semana pasada, se creía que los bemoles era cantar muy alto.


El individuo en cuestión no tiene ni idea de música

Solo había cantado una vez, y mal, lo de Sabina " ... y nos dieron las diez y las once..."

Sony le ha ofrecido un contrato, pero no sabe qué ha hecho con él






Un individuo que estaba tocando a lo tonto las teclas de un piano para distraerse, sin más pretensiones  y sin más nada, va y compone sin darse cuenta la Serenata para cuerda en do mayor, opus 38 de Rachmaninov. Se da la circunstancia de que el individuo en cuestión no tiene conocimientos de música en absoluto y la única vez que se la visto cantar algo fue lo de Sabina "...y nos dieron las diez y las once y las doce.." pero muy mal, hace años, en las fiestas patronales de su pueblo dedicadas a la Virgen del Horcajo.

-Pues no sé... empecé a tocar teclas, ésta con ésta, ésta con ésta.. y mira...

El suceso ha merecido el honor de figurar en el libro Guinnes de los Récords en el apartado de "La cosa más tonta". Para hablar con más profundidad del tema, hemos acudido a Horcajo de los Lodazales para conocer de primera mano al autor de tan insólita hazaña, que nos ha contado cómo fue que pasó. Por su excepcional interés, reproducimos íntegramente su testimonio, que aconsejamos seguir detenidamente porque no tiene desperdicio. Vean si no:

" Un día que estaba yo sentado al piano sin nada mejor que hacer comencé a pulsar las teclas distraídamente y me compuse la serenata para cuerda en Do mayor Opus 38, de Rachmaninov de una tacada. Para quien no comprenda la magnitud de mi hazaña baste decir que yo nunca antes había tocado el piano para nada, ni en mi casa ni en ningún sitio. Aquel piano era de un amigo al que había acudido a visitar porque estaba enfermo de unas fiebres, y si me puse a tocar era porque a mi amigo le estaban poniendo un supositorio y me indicaron que aguardase un momento fuera en el salón, donde se encontraba el piano que aporreé sin ningún fundamento durante la espera. Por si esto no fuera suficiente, bastará añadir que la serenata para cuerda la había compuesto al piano, lo cual de por sí bastaría para tildar el caso de excepcional.  El que la serenata que acababa de componer fuera una serenata y fuera de Rachmaninov me lo dijo el padre de mi amigo enfermo, quien se acercó por detrás sigilosamente mientras acababa los últimos acordes de mi composición.

-¿Qué estás tocando?

-Nada, una cosa que acabo de componer.

-Ajá –convino con amabilidad, a lo que añadió con extrema delicadeza, no exenta de un punto de ironía, como deduje después- pero eso no lo has compuesto tú. Eso es de Rachmaninov, la Serenata en Do mayor Opus 38.

No obstante, como yo no sabía nada de Rachmaninov ni había escuchado nunca antes nada suyo, me atribuí la composición, con pleno derecho y fundamento, pues yo nunca había escuchado nada de ese Rachmaninov y aquella serenata la había compuesto yo de novo de principio a fin, tecleando con mis propios dedos unas notas originales y de todo punto novedosas para mí, de modo que permanecí ahí un rato repasando las teclas y memorizando la serenata, pues debo añadir que no sé nada en absoluto de música y todo lo tuve que guardar memorizando la posición de los dedos sobre las teclas blancas y negras que habían pulsado mis manos aquella memorable tarde de inspiración fecunda. Al día siguiente, con la lección aprendida, me presenté en la Discográfica New Belter y  pregunté por el Director. La señorita de recepción me indicó un piso y un despacho y al poco me encontraba golpeando con los nudillos la puerta del despacho del Director General de la discográfica (esto me lo aclaró la señorita de recepción: allí había muchos directores, el de marketing, el de ventas, el de personal, el de esto o aquello. Entre los dos convinimos que a quien yo quería ver era al Director General).

–Adelante- me invitó una voz, y efectivamente allí estaba el Director General, detrás de una lustrosa mesa de caoba con muchos objetos relucientes y algunos papeles, pocos pero bien ordenados, y detrás también de un grueso habano que sostenía entre los labios con pericia sin necesidad de manos, las cuales tenía apoyadas sobre la mesa, extendidas en un amplio ángulo, en disposición francamente receptiva.

-¿Qué se le ofrece?- preguntó con amabilidad, y entonces yo le expuse el motivo de mi visita, a saber, que había compuesto una obra que a mí me parecía muy buena, si no excepcional (esto de excepcional no lo dije, en el último momento me pareció una petulancia fuera de tono) y quería saber si a él le parecía lo mismo en algún grado mayor o menor de concordancia en la opinión, guardándome muy mucho de comentar lo que dijera el padre de mi amigo enfermo acerca de la paternidad de mi composición.

-Veámoslo pues- respondió con franca campechanía, y se levantó y me acompañó hasta un piano que tenía en un rincón del amplio despacho, un piano de cola blanco mucho más grande  y más historiado que el de mi amigo. No obstante, como había memorizado bien mi composición, me senté sin rubor y con absoluta confianza desplegué la serenata de arriba abajo y de principio a fin, colocando los dedos en sus respectivas teclas con total precisión, tal como lo había aprendido. De reojo advertía que el Director General seguía el ritmo con la cabeza sin dejar de exhalar de cuando en cuando profundas bocanadas de su habano cigarro. Cuando acabé, me felicitó efusivamente y me dijo que era lo mejor que había escuchado desde hacía muchos años. Me apretó las manos con efusividad y hasta se permitió un gesto de espontaneidad al revolverme el cabello con alegría infantil, lo que interpreté como que mi composición le había gustado de veras. Se dirigió rápidamente a su despacho y sacó una chequera y unos papeles que luego al firmar comprobé que eran los de un contrato estándar de unión con la compañía discográfica.

-Vamos a hacerte de oro, muchacho. En pocos meses serás una gloria mundial. Ten, para los primeros gastos- dijo extendiéndome  el cheque en el que previamente había garabateado una cantidad con muchos dígitos –¿Sabes algo de música?

-Para nada –contesté, con franqueza, pues de alguna manera había captado que esa espontaneidad era la mejor manera de presentarme y la de ganar el corazón o la cabeza empresarial de aquel orondo y efusivo señor.

-Lo sospechaba – replicó, sin inmutarse- típico de vosotros. No importa. Casi mejor- Señorita Rotenmeyer, hable con Harris, y con Edwars, y también con Molpeceres. Que vengan esta tarde  al estudio de grabación número cinco acompañados de Swanson, las hermanas Bécquer y dos tubas de apoyo. –Y mientras hablaba volvió a desordenarme el cabello y a golpearme levemente en el moflete- Nos vamos a forrar, dijo.

No se equivocaba, pues al cabo de pocos meses mi serenata en do mayor Opus 38 de Rachmaninov era número uno en las listas de varios países escandinavos y de la antigua Unión Soviética. Aquí en España no triunfó tanto como en el extranjero y estos países especialmente, pero alcanzó un digno lugar entre los treinta discos más vendidos, y lo mejor es que allí se estuvo durante varias semanas consecutivas, con una estabilidad que ya hubiesen querido éxitos fulgurantes de mayor aceptación inicial pero de mucho menos recorrido. El mío estaba allí gracias al buen hacer del Director General y de su equipo de profesionales, que supieron darle a la canción el ritmo y los arreglos necesarios para que la melodía se tornara agradablemente pegadiza y se escuchara con gusto no importa las veces que se repitiera.

Lo mejor del asunto y lo que a mí más me sorprendía es que los méritos fueron míos desde el primer momento y nunca se me escamotearon. Yo fui presentado como el verdadero autor del soniquete afortunado. El Director General y su equipo de marketing hablaron de mí y de mi composición desde el primer momento, lo cual muchos de los músicos habituales del estudio de grabación me indicaron que aquello era como poner una pica en Flandes, porque lo habitual era que los buenos braguetazos (así hablaban en su jerga de las composiciones súbitas e impactantes, como la mía) se los atribuyeran autores consagrados o músicos del momento, como dicen que ocurría con Miguel Bosé o Sabina o Amaral, o el Canto del Loco, que para bien de la empresa fagocitan la inspiración puntual de algún negro inspirado que también sacará un buen pellizco por la cesión anónima de sus derechos. Nada de eso ocurrió conmigo. El Director General en persona hablaba con unos y con otros con encendidos elogios hacia mi talento e inspiración, atribuyendo siempre a la fecunda creatividad de mi cabeza la autoría de las notas, de la primera a la última, y hasta los arreglos y variaciones que vinieron después atribuyó a mi genial manera de comprender y explicar la música, no sé si por un arranque de honradez o porque las estrategias del marketing aconsejaban más la atribución de la composición a un autor novel y desconocido que a las grandes glorias consagradas que mencioné más arriba. El  caso es que fueron unos meses triunfales y apoteósicos fuera de España, donde ya queda dicho que el éxito era menor. Hubo giras y entrevistas por los países donde mi serenata fue mejor recibida, aunque pasé mucho frío y mucho sueño. Yo no tocaba, obviamente, pero era presentado igualmente en las actuaciones, y al final salía a saludar junto con el pianista con el que me fundía en un emocionado abrazo, o el violinista, porque ya queda dicho que la serenata era para cuerda y admitía perfectamente un timbre de este orden, o incluso del conjunto músico vocal que en ciertas ocasiones y para ciertos tramos de la gira interpretaba la obra, pues no sé si dije antes que los arreglos y la orquestación habían dejado la serenata convertida en una especie no muy bien delimitada de música pop-rock actual, con toques de hip-hop y reminiscencias sinfónicas y de jazz fusión que quedaban francamente, la verdad.

El Director General y el equipo de profesionales me dijeron bien claramente desde el primer momento que no me pensara que todos los músicos habían tenido la misma suerte que yo. Nada más lejos. Eso debía de quedarme claro desde el principio. Lo normal es que músicos de grandísimo talento y compositores brillantísimos de larga trayectoria no hubieran tenido las oportunidades que yo tuve y fueran todavía unos perfectos desconocidos en busca de una fama y un reconocimiento bien merecidos del que sin embargo todavía no gozaban, no por falta de talento, sino de la suerte necesaria para abrirse paso en el momento oportuno. Listas de espera había de grandísimos músicos y compositores para hablar, no ya con el director general, que eso era la mismísima utopía, sino con cualquier jerifaltillo de tres al cuarto al que como mucho aspiraban a hacer escuchar sus composiciones, como si fuera el sumum de la fortuna hablar con ese directivo de nivel medio y responsabilidades relativas. Ese momento fue el mío, a decir de muchos, pues tuve que reconocer, después de que todo el mundo allí me lo advirtiera de una forma o de otra, que cualquier cancioncilla, por bobalicona que fuera, es susceptible de ser transformada en un éxito monumental a base de buenos arreglos y una adecuada conjunción de factores concomitantes, con el marketing  y las estrategias adecuadas. Ponían mi caso, por ejemplo, sin desdecir en absoluto de las bondades intrínsecas de la obra, eso no se discutía, y me hacían ver que canciones mejores –no me lo tomara a mal, en el fondo era un cumplido- no veían la luz por falta de la conjunción favorable de factores necesarios para el éxito, como sí la había tenido en cambio la mía, meritoria, sin duda, qué duda cabe, por otra parte. Para más abundamiento, me acompañaron hasta una puerta semiescondida al final del pasillo, tras la cual, al entreabrirla, se atisbaron en la penumbra un número impreciso de volúmenes y formas que me dijeron que eran músicos y cantautores que aguardaban apilados en el angosto cuartito con las luces casi apagadas y papeles de música que estrujaban nerviosamente entre las manos, los cuales, cuando vieron que la puerta se entreabría, clavaron en nosotros su miradas expectantes y, como zombis resucitados, comenzaron a levantarse y acercarse poco a poco hasta nosotros con ojos como platos y la ansiedad y esperanza dibujada en sus rostros, antes de que la puerta volviera a cerrarse ante sus narices por otro tiempo indefinido.
Pero eso fue al principio. El éxito fue tanto que ya perdí de vista la visita y los consejos de aquellos directivos medios a los que mi fama y mi categoría dejaban fuera de su ámbito de influencia. Si se les preguntara ahora, dirían con total sinceridad que mi melodía constituyó desde el primer instante un diamante en bruto, y que ellos así lo vieron sin dudar.

Un día para mi mal vi en los estudios de grabación al padre de mi amigo enfermo, ya saben, aquél en cuya casa estaba el piano en el que compuse la genial partitura y que osó decir que mi serenata en do mayor Opus treinta y ocho de Rachmaninov no la había compuesto yo. De pronto me subió desde el estómago a la garganta un ahogo incontenible. No podía respirar, ni moverme. En vano traté de acercarme a él y tirarle por las escaleras, simulando un fatal accidente, pero el miedo me tenía inmovilizado, y con gran sofoco y ansiedad pude ver que con gesto adusto, el padre de mi amigo enfermo entraba en el despacho del Director General, seguramente que para advertirle de esa nadería sobre la autoría de mi composición. Me senté víctima de la ansiedad y con la cabeza agachada hacia adelante respiré hondo, creyéndome morir, sin poder evitar lo que en ese momento estaba siéndole advertido a mi director general en su despacho.

Al cabo salieron, el director general le despedía con un cordial apretón de manos, pero no demasiado efusivo, más bien protocolario, lo cual me tranquilizó muchísimo, y más aún cuando comprobé que al verme, sus ojos brillaron de felicidad y me dedicaba un cariñoso abrazo a distancia, y ya dentro de su despachó me indico que, efectivamente, el padre de mi amigo había ido a verle para denunciar que la canción que yo decía que había compuesto era en realidad y sin ningún género de dudas la serenata para cuerda Opus treinta y ocho de Rachmaninov, y que para más abundamiento le había dejado un disco de vinilo en donde sin ningún género de dudas se desenmascaraba el fraude, dicho lo cual mi director general lo arrojó al suelo con afectada ceremonia y lo partió en dos de un pisotón.

-Vinilo ahora –dijo, agachándose con esfuerzo para recoger los restos del disco y depositarlos en la lustrosa papelera dorada –Nos acusarán de plagio, si llega, que no llegará. A lo mejor son otros los que lo hagan, pero eso es bueno para el disco. Le dará publicidad. Los buenos discos siempre han sido acusados de plagio. Es más, creo que nosotros mismos vamos a lanzar el bulo. Señorita Rotenmeyer, póngame con Garijo, de Marketing. 

-Eso sí – me dijo de repente, con brusca seriedad. Necesitamos un nuevo éxito ya mismo. Dos, tres meses a lo sumo. No podernos vivir eternamente de las rentas. ¿Qué tienes pensado?

No tenía nada pensado, obviamente, porque yo no soy músico, ni sé componer, ni he tocado un instrumento en mi vida, salvo aquella tarde en casa de mi amigo enfermo y al día siguiente en el piano de este director general, de modo que fue difícil para mí concretar en algo consistente la expectativa de este señor que me había llenado la cuenta corriente con montañas de euros y se había comportado como un padre para mí.

-Bueno, tengo algo pensado –improvisé balbuceante, animado por su gesto de complacencia- dentro de unos días le digo algo –seguí, confortado por el vigoroso cabeceo con el que secundaba mis palabras, mientras pensaba en la manera en que podría volver a casa de mi amigo el enfermo y lograr de alguna manera que me dejasen solo frente a su piano el tiempo suficiente, mal asunto ahora que recordaba con pesar que desde aquella tarde, y ni siquiera entonces -me despedí sin verle- volví a interesarme por la salud de mi  convaleciente amigo.

Lograr que mi amigo recayera fue fácil. Unas gotas de dibromuro de pentanitrato inyectadas con hábil manejo de la jeringuilla en su zumo de naranja mientras el infeliz pagaba el desayuno en el bar de la escuela de informática obraron el milagro de retorcerle casi instantáneamente las tripas y mantenerle postrado en cama durante varios días con feroces retortijones.  Lo malo sería el nuevo encuentro con su padre después del incidente de su denuncia ante mi director general. Me aseguré de que la visita coincidiera con su ausencia,  pues para ello me aposté varias horas frente a su casa hasta ver que salía de la misma. Entré en ella casi a continuación, y sin entretenerme siquiera en pisar la habitación de mi amigo enfermo, llegué hasta el piano del saloncito previo y allí me puse a aporrear en busca de los estribillos y la melodía que dieran nuevo empuje a mi carrera musical. Al cabo de una media hora ya lo tenía, el concierto para dos arpas y violonchelo Opus 15 de Sostacovich, también de una tacada, aunque con ésta me entretuve un poco más al pretender darle más salida a las teclas negras. Sé que era este concierto de dos arpas y violonchelo de Sostacovich porque me lo dijo el padre de mi amigo también, que inopinadamente, aguardaba detrás de mí en perfecto silencio sin que yo hubiera sido consciente de su presencia, de modo que cuando me volví y contemplé de su gesto huraño, silencioso pero francamente hostil, le pregunté sin más rodeos.

-¿Qué pasa? Esto sí que es mío. También irá a ponérseme en duda.

Y fue cuando me puso al tanto de que mi composición era punto por punto el concierto para dos arpas y violonchelo de Sostacovich y a continuación rodamos por las escaleras enganchados y golpeándonos en la cabeza no sé muy bien si porque había empezado yo siguiendo con mi plan de eliminarlo para evitar acusaciones, o porque había empezado él, preso de furia y enojo ante mi impostura, o fue una cosa al alimón propiciada de modo espontáneo por nuestra mutua animadversión. El caso es que allí quedó él, inmóvil y malherido,  víctima seguramente de una fractura de cráneo, y yo al día siguiente volví al despacho del Director General y le anuncié mi nueva obra y me dispuse a ejecutársela al piano, con mucha intervención de teclas negras, como había memorizado. Él escuchó con mucha alegría y disposición, al principio, moviendo entusiasta la cabeza hacia uno y otro lado, aunque al final de mi esforzada ejecución ya no la movía tanto y quedaba su gesto en un moderado cabeceo, casi imperceptible, acompañado de una mirada al vacío y de un gesto como de cierta concentración.

-No sé. Esto va a necesitar muchas tubas –dijo al fin, después de una larga reflexión  tras la que comprendí el gran cariño que le profesaba a las tubas mi Director General. Llamó por el interfono a mucha gente, a través de su secretaria, y uno a uno fueron desfilando directores y ejecutivos que escucharon mi música, no porque yo la repitiese cada vez que aparecía uno, sino que mi Director la había puesto a grabar la única vez que la toqué. Se sucedieron las expresiones ambiguas, los mohines imprecisos y los comentarios ambivalentes, y el sentir general fue de que aquello necesitaba mucho acompañamiento, no solo tubas –en eso todo el mundo estaba de acuerdo- sino también fagots, y flautas y contrabajos, guitarras acústicas, xilófonos, una sección de Gospell y hasta una sección de niños cantores.  Al cabo de unos quince días mi concierto para dos arpas y violonchelo de Sostacovich estaba en la calle, y el fracaso fue uno de los más estrepitosos de la historia de la música. Mi Director General estaba que se subía por las paredes, y me miraba con resentimiento y me hacía culpable de la gran debacle. Afortunadamente vino en mi ayuda el padre de mi amigo enfermo, al que vi subir y dirigirse al despacho del Director General con gesto hosco y un vinilo bajo el brazo. Poco después, el Director General, más calmado, me hizo pasar y me anunció la inminente campaña de descrédito contra mi música, que iba a poner en marcha inmediatamente denunciando el plagio, a ver si así se animaban las ventas. Básicamente, la idea subyacente a su plan era la de enviarme a la cárcel so pretexto de haber intentado desprestigiar a la Compañía con un clamoroso intento de fraude. Algún ejecutivo resentido contra mi éxito y mi fortuna le haría ver que Milly Vanilly tuvieron más resonancia a la larga por el plagio declarado que por sus canciones, lo cual no es del todo cierto pero tiene su lógica. Tal vez la curiosidad de la gente animaría las ventas de mi disco en busca de desenmascarar por sí solos el pretendido plagio. Lo curioso es que lo único que se consiguió con esta campaña era que se dispararan las ventas del Concierto para dos arpas y violonchelo nº 15 de Sostacovich, pero nada en absoluto movió un ápice mi música en las listas. Ni siquiera se la bajaban de Internet, porque nadie la colgaba. El caso es que con lo del plagio me arruiné, y pasé una larga temporada en la cárcel, pues era imposible negar la evidente similitud, punto por punto, nota por nota, de un concierto que se sucedía en perfecta identidad de principio a fin, salvo por las tubas, los fagots, el coro de Gospell y la sección de niños cantores, con el concierto para dos arpas y violonchelo nº 15 de Sostacovich. De nada me sirvió alegar la verdad, esto es, que yo no había plagiado nada, y que la coincidencia de composiciones era fruto de una inmensa casualidad, increíble, como por desgracia se vio.

Ahora, en libertad condicional, subo a ver a mi amigo convaleciente, el cual no levantó cabeza desde la mañana del zumo de naranja, y paso por el salón sin levantar la vista del suelo, y no se me ocurre tocar el piano porque me trae malos recuerdos. Sin embargo, al pie de la cama de mi amigo hay una bandurria, que él no toca, yo creo que ni sabe que está allí, y a lo tonto la cojo y rasgo las cuerdas y sin querer he improvisado una cancioncilla, tan linda, tan hermosa, que creo que voy a visitar al Director General a ver si me redimo. Mi amigo dice que eso es Yesterday, y que la compuso Paul Mc Cartney mientras soñaba. Yo creo que delira, porque vomita y pedorrea continuamente, y dice incongruencias. De modo que mañana mismo voy a enseñársela al Director,  a ver si me reconcilio con él y volvemos a soltar un pelotazo y triunfar en los países escandinavos. Lo curioso es que, en el fondo lo que más deseo de todo este proyecto de condonación es que este señor tan afable y expeditivo vuelva a revolverme el pelo y a sacudirme levemente los mofletes.


2 comentarios:

  1. Si es lo que tiene el piano, que la insistencia en los reveses dio la victoria a los cartagineses.
    Y con el piano y la conquista del amor de las mujeres (o el aprecio, en su caso, como premio de consolación) no hay que cejar, que al final se acaba tocando... por lo menos el piano.
    Digo yo, que por eso lo digo.
    Quino

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  2. Lamento discrepar. Yo llevo todo el año intentando que la profesora me explique para qué son las teclas negras, o al menos que me deje tocarle las peras, pero no. Ni lo uno ni lo otro...

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